Vivimos días convulsos que nos llenan de incertidumbre ante un futuro imprevisible. El miedo a la crisis económica que se avecina, si no es que ya la tenemos encima, ha puesto sobre la mesa una cuestión defendida por algunos y denostada por otros: la renta básica universal (RBU).
La renta básica universal es una medida que puede parecer solidaria y que, sin duda, es tentadora. ¿Quién se puede oponer a la idea de ayudar a los más necesitados poniendo los medios para que puedan salir de la pobreza y prosperar?
El coronavirus nos sitúa ante un cambio de paradigma
Para superar la crisis financiera del 2008 las autoridades bancarias pusieron en marcha la batería de medidas habituales que se aplican en estas situaciones: un rescate bancario con fondos públicos, reducción del precio del dinero e inyección de liquidez en el mercado para aumentar la actividad económica. En el apartado del gasto público, se decidió afrontar la situación con grandes recortes de servicios y aumento de la presión fiscal.
Estas medidas no han sido efectivas. Hemos visto cómo la distribución de la riqueza se está reduciendo, con la consiguiente desaparición de la clase media. Incluso el BCE ha roto con sus propios principios y ha modificado sus facultades, comprando deuda de los estados y de las empresas. El Banco de Japón invierte directamente en acciones. Sin embargo, no hemos conseguido resolver ni superar esta situación; solo endeudarnos más.
En este contexto, las políticas clásicas se revelan ineficaces y empiezan a surgir alternativas y discusiones sobre nuevas medidas y políticas. La renta básica universal es una de ellas. Una solución, a priori solidaria, pero que no deja de ser pura caridad. Aun a riesgo de que criticarla nos puede hacer parecer unos desalmados que solo velan por sus intereses, no podemos obviar que este es el camino fácil pero no necesariamente es el más adecuado.
La idea de fondo puede ser acertada pero la forma es más discutible. Son varios los países que ya han probado esta medida como solución para acabar con la desigualdad social. Finlandia, Canadá y Alemania, en entre otros, han experimentado con este modelo. Los ensayos obtuvieron unos resultados similares: se observó que mejoraba el bienestar físico y mental de las personas. Sin embargo, no pareció surtir efecto en cuanto a perspectivas laborales.
Los riesgos de la renta básica universal
Una renta básica universal, para todos, puede acarrear más problemas que beneficios. El primer riesgo al que nos enfrentaríamos sería un incremento incontrolable de la inflación. En segundo lugar, veríamos un aumento de los costes de la mano de obra no productiva, lo que lastraría aún más la productividad de la empresa española.
Otro aspecto, este de carácter social, es que subsidiar a algunas personas durante toda su vida puede generar un estado de dependencia, lo que se podría traducir en problemas psicológicos en algunos casos.
En cuanto a la vertiente fiscal, la renta básica universal no se financiaría con la clase más opulenta sino que sería la clase media quien tendría que soportarla. Esto aumentaría aún más las desigualdades sociales. Los pobres serían cada vez más pobres y los ricos, más ricos.
Si aplicamos una medida de este calado sin estar preparados, no podremos competir con las economías de nuestro entorno. Esto haría que la RBU fuese insostenible a medio plazo y, al mismo tiempo, supondría un carga que tardaría años en liquidarse.
Además, la renta básica universal debería tener alcance mundial. Aplicarla a nivel estatal nos empujaría al abismo. Por desgracia, vivimos en una sociedad con grandes desequilibrios de riqueza, falta de caridad y egoísmo.
Por último, esta renta se puede traducir, como ya ha ocurrido en los países donde se ha probado, un desincentivo a la mejora personal, a la iniciativa personal y a la superación: ¿por qué trabajar si me pagan?
El fracaso del modelo actual
Deberíamos plantearnos si no es mejor enseñar a pescar que dar un pescado a quien no tiene que comer. Este es el gran fracaso de la situación actual: falta de formación profesional y especializada para los trabajadores con un coste reducido. La solución no está en las bonificaciones que solo sirven para financiar a sindicatos, patronal y fundaciones afines de todos los colores sino en la eliminación de los trámites y trabas burocráticas a la iniciativa privada.
El sistema ha dejado de ser tal y como lo conocíamos.
Otra de las claves es la reducción del coste de personal, que no del salario, que se encuentra ahogado por la presión fiscal. Y, por supuesto, necesitamos una inversión directa en I+D+i para pymes, autónomos y emprendedores. La complejidad de los trámites impide que los fondos se agoten y que estos lleguen al circuito productivo.
Hay que cambiar muchas cosas: hacer productiva a la empresa y a los trabajadores, reciclarnos y mejorar nuestra formación para adaptarnos a la nueva economía digital, circular y social y, ante todo, volver a los valores del esfuerzo, la solidaridad y la familia.
No debemos caer en el error de que sobran personas y que una parte de ellas no puede aportar un beneficio a la sociedad con su trabajo. Disponer de una renta puede servir para destinar nuestro tiempo a otros quehaceres más personales y sociales, al cuidado a los demás, pero las personas se desarrollan a través del trabajo y todo jornalero se merece su jornal.
La pregunta es cómo resolver la situación. Estamos ante un cambio de paradigma. El sistema ha dejado de ser tal y como lo conocíamos. El nuevo contexto social, económico y político dependerá de cambios estructurales que se realizarán en los próximos años.
De momento, se plantean dos opciones. Por un lado, la política de helicóptero: entregar dinero no al sistema bancario sino directamente a las empresas y particulares. Por otro lado, la RBU para reducir la brecha en la riqueza y garantizar una renta a todas las personas. Todo parece indicar que ambas soluciones son erróneas.